La lengua exiliada by Imre Kertész

La lengua exiliada by Imre Kertész

autor:Imre Kertész [Kertész, Imre]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Ensayo, Memorias, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2001-01-01T05:00:00+00:00


LA LENGUA EXILIADA

Discurso pronunciado en el teatro Renaissance de Berlín, 2000

Cada vez que llego a Berlín, me encuentro otra ciudad en este punto geográfico. De hecho, la palabra Berlín se filtró en el mundo de mi imaginación ya en mi primera infancia, como concepto, como imagen fonética que escondía un contenido incierto. Mi abuelo poseía una pequeña tienda, una mercería, como se decía por aquel entonces, donde vendía un determinado tipo de tela que se llamaba «tela berlinesa» o, simplemente, «berlinesa». Era una especie de tela de ganchillo con la que, aunque parezca extraño, se cubrían los hombros tanto las muchachas muy jóvenes como las señoras mayores del barrio budapestino de Ferencváros, cuyo ambiente quizá recordaba al del antiguo Kreuzberg. Poco tiempo después, la palabra se asoció a uno de los colores de mi caja de acuarelas, que se denominaba, invitando a la ensoñación, «azul berlinés». Más tarde, aprendí a reconocer la voz chirriante del Führer en la radio, pero no la relacioné en absoluto con las novelas berlinesas de Erich Kastner o de Alfred Döblin, que tanto me gustaban.

Sin embargo, sólo décadas más tarde conocí la ciudad en sí, plagada de ruinas y marcada por una división absurda. Ocurrió exactamente a finales de la primavera de 1962, pocos meses después de la construcción del Muro, del Muro de Berlín. Todo era un poco fantasmagórico, el destartalado aeropuerto de Schönefeld, los soldados de Alemania del Este cuyos uniformes y cuyo comportamiento recordaban a los antiguos soldados de la Wehrmacht, y luego la ciudad o, para ser preciso, una parte de la ciudad, que ardía, desierta, bajo un calor prematuro. Nos alojamos en un hotel de la Friedrichstrasse, el Hotel Sofía, que hoy buscaríamos en vano en el mapa; en el bar de la primera planta atendía una camarera rubia que llevaba de forma llamativa la estrella de David en el collar y que despotricaba a voz en grito contra las autoridades, el Muro y el destino que le había tocado. Repetía una y otra vez su historia, cuyos pormenores ya no recuerdo, pero cuya esencia consistía en que de alguna manera se había quedado atascada en la mitad oriental de la ciudad, y en que su situación era desesperada. «Hoffnungslos», repetía, «hoffnungslos». Si no hubiera venido de Budapest, me habría asombrado la sinceridad —¿o tal vez la amargura?— con que daba rienda suelta a su cólera y a su desprecio hacia los gobernantes; sin embargo, había aprendido hacía tiempo que, en las dictaduras, los camareros pueden permitirse muchas cosas que a los clientes les están vedadas.

Después pasé varias veces por Berlín, y esas visitas siempre me revolvían el alma. Ya señalé en alguna ocasión que, vista desde oriente, Berlín Oeste parecía la ciudad más europea en los desesperanzados años de la Guerra Fría, quizá porque era al mismo tiempo la ciudad de Europa más expuesta al peligro. Mientras paseaba por la Leipzigerstrasse de Berlín Este, adonde las noticias prohibidas del mundo libre llegaban del «otro lado» a través de los



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